Al atardecer del primero de octubre, cuando partiste tan inesperadamente, comencé a escribir en el corazón todo aquello que debí decirte y no pude. Seguramente si hubieses partido en otro momento, quizás tampoco te lo habría dicho. Es posible que la distancia mía y el excesivo respeto tuyo a mi espacio, nos privaron de hablar cosas importantes, desde el corazón, entre mamá e hijo, cosas que hoy quisiera haber dicho y no pude.
Fueron 50 años juntos aquí. De dependencia total siempre, aunque de grande me haya auto engañado bajo el estúpido espejismo de la adultez y la independencia.
Los recuerdos de mi vida contigo parten acompañando tus mañanas antes de ir yo al jardín. De nuestro paso por un largo año y medio en Antofagasta. Del retorno a Santiago. De una infancia que rápidamente se va y una juventud que se fue vertiginosamente. Y vamos siempre contigo y el papá. Con Dios desde mis nueve años. Y donde quiera que estuviéramos, siempre juntos.
De esos recuerdos, llevo conmigo una banda sonora completa de canciones que hacen recordar momentos inolvidables, que recuerdo con nostalgia ahora, pero que me hicieron un niño feliz. El mismo niño que llevo dentro y que evoco hoy, reviviendo los momentos con canciones de Adamo y tantos otros que cada vez que vuelvo a escuchar, recuerdo con tal nitidez, que logro cantar desde el inconsiente de la memoria.
Recuerdo que desde niño te escribí cada 10 de mayo, una tarjeta hecha a mano, con frases improvisadas y lo más poéticas posibles, como una forma de decir de la mejor manera lo que sentía. Y quizás era más simple lo que quería decir, y seguro que para ti ni siquiera era necesario decirlo. Aunque hoy de igual modo nace como una necesidad inmensa de mi ser interior, de decirte simplemente gracias por ser mi mamá.